Mis textos

Epílogo: Libertad.

La ráfaga de luz sobre mi rostro me obligó a abrir los ojos.

Probablemente pasaban de las diez. Permanecí quieta mirando hacia el techo blanco, escuchando el entorno en el que me encontraba: mientras el vapor producido por el calor recorría lentamente mi piel, pude sentir con precisión las olas estrellándose contra las rocas. Era como perderse en medio de la nada, una nada que propiciaba paz, armonía y digno de un final feliz.

Porque era un final feliz.

Al cabo de un rato, logré levantarme de la cama y caminé hacia el enorme espejo que se hallaba en la esquina de la habitación, tan blanca que lastimaba los ojos. Me quedé quieta, contemplándome y me gustó lo que vi. Mi copo de nieve adquirió un tono blanco, pacífico y aún más abundante con los rayos del sol y tenía puesto un pavoroso vestido blanco sin mangas ni detalles en particular; cualquiera habría pensado que acababa de casarme, pero no había manera de haber hecho eso, dado que me encontraba sola en otro punto del país.

Sola. Como debí estar siempre.

De repente, mis ojos adquirieron un tono muy claro, amielado y me eché a reír. ¡Qué absurda me parecía la situación! Había pasado gran parte de mi vida corriendo entre senderos, piedras, fuego y cubriéndome el torso ante climas tan fríos, cuando la salida era más que sencilla. Lo único que tenía que hacer era seguir el sendero correcto, el que menos me lastimara: cualquiera diría que me gustaba sufrir para llegar a mi propia felicidad.

Y, evidentemente, me hallaba en medio de mi felicidad. Sola, libre, usando un vestido blanco que, más que de novia, era una especie de rito que expresaba mi propia libertad, que en algún momento de mi vida creí inexistente. Vi mi reflejo durante minutos y cada vez me gustaba más. Me gustó mi cabello recogido, tan platinado que con los rayos del sol adquiría un tono blanco; me gustó mi piel morena mientras era acariciada por diminutas gotas de cristal, resultado del clima abrasador y lo que más me gustaba era mi semblante, nada parecido al de la persona que vi durante el espejo por años. Era como si acabara de nacer, y prácticamente eso estaba haciendo; de repente, el calor dejó de molestarme. La niña de pelo blanco y vestido -que no era de novia-, sonrió de oreja a oreja.

Salí de la habitación y caminé lentamente hacia la playa, sin quitarme el vestido o molestarme en usar sandalias. La arena me quemaba los pies, pero ya no me importaba porque era algo que podía tolerar. Me quemaba, pero ya no había fuego. En el paso, me percaté de que había restos de una enorme fogata, aunque no podía recordar con claridad cómo es que ocurrió. Tenía pequeñas imágenes borrosas, pero por más que lo intenté, nada lograba ser tan claro, hasta que me detuve a un lado y vi restos de varios objetos que, sin piedad, fueron arrojados.

Continué caminando hacia el mar y entonces recordé con mayor claridad: yo me había encargado de lanzar esos tristes recuerdos al fuego, porque la única manera de lidiar y mutilar el dolor era por medio del fuego. No más recuerdos, no más dolor, no más miedo. El fuego podía con todo. Pero, a pesar de haberme atravesado en senderos equivocados, no podía dejar de tener fe. No lograba responderme si era una cuestión de ingenuidad, o una mala consecuencia por leer demasiada literatura universal, pero mi fe seguía ahí. Estaba completamente segura de que llegaría el día en el que yo me hallaría en París, frente a la Torre Eiffel, tomando una mano valiente, leal. Inmortal.

La niña de cabello y vestido blanco rió a carcajadas y se incrustó lentamente en el mar.

Y esta vez sí tenía la intención de salir.

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