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Pixki

—Papá, ¿cómo era mi mamá?

Papá le sonrió. Todas las noches, justo cuando lo ayudaba a arroparse, Pedrito le hacía esa pregunta, con la esperanza de saber un poco más sobre ella. Ese día habían trabajado en el taller hasta muy tarde porque, por ser un día festivo, las figuritas de cartón y papel maché, con colores tan brillantes que parecían tener vida propia, se vendieron casi en su totalidad. Los turistas siempre compraban lo brillante y aunque no lo hacían al precio que valían en realidad, tanto a Papá como al mismo Pedrito, les hacía bien recibir un poco de monedas para sobrellevar el día.

   Y sin embargo, su respuesta siempre solía ser:

   —Era muy bonita, y te quería mucho. A los dos.

Pedrito hizo una mueca, pero no dijo más. Es normal que un niño quisiera conocer sobre su madre y le ponía muy triste no haberla visto con sus propios ojos. Mamá había fallecido cuando dio a luz, ocho años atrás. Lo único que sabía era que se querían mucho, pero le disgustaba el no poder visualizarla en su mente, por las noches mientras dormía. Sin embargo, prefirió no insistir.

Papá le dio un cariñoso beso en la frente y apagó la vela que reposaba sobre un plato de cerámica, que se encontraba en el barril junto al catre. Se dirigió al suyo mientras arrastraba los pies y sin más, se acostó aunque no podía dormir, como lo hacían la mayoría de los adultos, con problemas. Siempre preferían pensar en sus problemas antes que dormir.

Casi no tenían dinero y aunque la venta de los alebrijes iba bien, los turistas siempre querían pagar lo mínimo, porque después de todo, ¿por qué un animal de cartón pintado de todos los colores, podría valer tanto? Y a Papá lo único que le importaba era venderlos todos para así, algún día, tanto él como Pedrito, lograran comer algo más que solo un plato de frijoles con caldo, tortillas de maíz y un vaso de agua de limón. A veces, cuando los turistas pagaban un poco más, compraba un pollo frito en la Plaza o un buen plato de arroz… pero no siempre tenían suerte. Esperaba con el tiempo, mejorar eso, por su bien y principalmente, por el de su hijo. En medio de la oscuridad, giró la cabeza para ver la silueta de Pedrito sobre la cama. Dormía tranquilamente sobre el incómodo catre y eso estaba bien, que al menos uno de los dos, se sintiera dichoso.

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Vía Pixabay

Y Pedrito, mientras tanto, tenía el mismo sueño de siempre: se veía a sí mismo caminando en la explanada de la ciudad, mientras rodeaba el enorme kiosko de talavera, iluminado por unos faros que jamás había visto en su vida. Los tubos de metal sostenían unas lámparas de colores tan brillantes que le lastimaban los ojos si los veía directamente. Amarillos chillantes, rosa fluorescente y verde pistache, eran los colores principales. Esa noche se sentía más frío de lo habitual, de modo que los focos eran de un azul muy alegre. Había descubierto que en esa ciudad, tan pequeña y parecida a la suya, las luces de la noche le avisaban sobre el clima: el azul significaba frío.

Por lo general, un niño debería tener miedo al encontrarse solo en la noche en una ciudad vacía, pero Pedrito además de valiente, era muy curioso. Le gustaba ver cómo los paneles de barro de los tejados de las casitas blancas, bailoteaban entre sí, creando una especie de musiquita que lo acompañaba en su soledad, al igual que el cantar de los grillos. Caminaba sigilosamente mientras exploraba las bancas alrededor del kiosko, procurando no hacer ruido más que el de los viejos huaraches pisando el suelo. Pedrito mantenía los ojos muy abiertos, pero de repente pensó que sería muy feliz si tan solo tuviera un amigo que lo acompañara a ver la bella y pequeña ciudad brillante.

   —¡Pedrito!

   Se sobresaltó. Giró sobre su espalda para ver quién lo había llamado. Se quedó tendido mientras agudizaba el oído pero la vocecita no volvió a decir nada. Retomó el camino y entonces, en el lado norte de la explanada, llegó a un curioso sendero empedrado. Cada piedra formada era de un color diferente, con puntos tan pequeños de colores que parecían haber sido salpicados con diamantina. Rosa, azul, verde, amarillo, rojo, morado, anaranjado, ¡todos los colores!

Sin pensarlo, puso sus pies sobre las piedras pero al ver el camino, volvió a detenerse. El sendero conducía al bosque que se encontraba justo antes del paso de las montañas más grandes. ¿Será acaso una buena idea ir? Pedrito lo pensó por un instante, y entonces dio un paso más sobre las piedras que brillaban.

   —¡Pedrito! —volvió a llamarlo la voz.

   Al volverse para descubrirla, se encontró con algo muy peculiar. Mientras pensaba en encontrarse con una niña, dado el tono suave de la voz, se sorprendió a ver frente a él a un coyote del tamaño de un caballo, o al menos eso parecía. El animal se hallaba sentado sobre sus patas traseras y todo el pelaje estaba pintado de un color azul, como el de las lámparas que predecían el clima, así como unas diminutas florecillas de pétalos rosas y el pelambre de la cabeza se veía de un morado muy llamativo. En el lomo parecía tener dos alas igual de brillantes, mismas que reposaban en los costados. Pedrito, repentinamente asustado, dio un par de pasos hacia atrás pero tropezó con una de las piedras y cayó sentado con la mirada fija en el enorme coyote. Entonces, se levantó y se acercó con una tranquilidad que ni él mismo podía predecir, a levantar al niño con el hocico.

   —Deberías fijarte por dónde caminas, Pedrito —le dijo.

   —¡Puedes hablar!

   El coyote movió la cabeza.

   —Le pediste a los Tlapixki que deseabas tener un amigo. Pues aquí estoy.

   —¿Qué es un Tlapixki? —inquirió Pedro mientras sacudía sus ropas de manta del polvo de las piedras—, ¿Y quién eres tú?

El coyote abrió el hocico, dejando ver unos relucientes colmillos blancos. Estaba sonriendo.

   —Son los guardias de este pueblo, los protectores del bien sobre el mal. Tienen forma de bombillas de luz sobre los faros. Ellos son tan poderosas, que poseen el don de conceder cualquier deseo que sea puro y honesto, como el tuyo. Y yo me llamo Pixki, y soy tu amiga.

   —¿Y qué significa Pixki? Nunca había oído ese nombre.

   —Significa guardián. Estoy aquí para cuidarte.

Entonces, Pedrito le sonrió. Sintió una confianza inimaginable al escuchar la dulce voz del coyote, además de que era imposible dejar de admirar su belleza, sus colores vivos que contagiaban alegría.

   —¿Qué hay allá, Pixki? —preguntó mientras señalaba el sendero hacia el bosque—. ¿Es peligroso?

Pixki dio un paso hacia él.

   —Todos los bosques tienen un nivel de peligrosidad. Están invadidos de criaturas, seres fantásticos que probablemente ya has visto representados de una forma diferente. Solo que, su forma real, es peligrosa. Es por eso que estoy aquí. Si quieres explorar, yo te seguiré. Si alguno de ellos intenta asustarte, yo te protegeré.

   —Entonces, vamos —Pedrito inició la marcha sobre el sendero, en la compañía de su nueva amiga.

   —¡Pedrito! ¡Pedrito! —lo llamó otra voz, una que conocía muy bien.

Pedrito abrió los ojos, sobresaltado. Ya había amanecido y se encontraba en el viejo catre. Papá lo llamaba desde la entrada del cuarto y ya estaba vestido con el mandil azul de tela, mismo que estaba salpicado de pintura.

   —¡Vamos, hay mucho por hacer ahora!

Pedrito se levantó y sacudió la cabeza. Se aseó, se vistió y desayunó el pedazo de bolillo con un plato de frijoles que Papá le sirvió. Pero estaba tan… ausente. No dejaba de pensar en Pixki, ese misterioso coyote de colores que lo rebasaba por lo menos dos veces más en altura. ¿Qué querrá decir?

   El resto del día lo pasó dibujando en el cuadernillo de cartón blanco que Papá le construyó. Usó todos los crayones que tenía a su alcance: rojo, azul muy brillante, rosa, amarillo, rojo, morado… hasta que, sin notarlo, había dibujado solamente un coyote de apariencia mística, cuya mezcla de figuras y tonos provocaba una sensación de tranquilidad que lo obligó a sonreír, satisfecho al ver el dibujo terminado. La figura, sin embargo, tenía mucha similitud con los animales mágicos que Papá hacía en el taller todos los días. Entusiasmado ante la idea, arrancó la hoja sin pensarlo y fue en busca de su padre.

   —¡Papá! ¡Papá!

Papá estaba pintando un curioso hombrecillo de brazos y piernas muy delgados que era imposible que se mantuviera totalmente erguido. Parecía tener una barriga y todo el cuerpo estaba formado por diferentes colores, sobresaliendo el amarillo. El rostro era rojo en su totalidad y tenía una barba tan larga que casi no se le veía el torso igualmente deforme. Unos singulares cuernos reposaban en la cabeza, uno en cada extremo sobre la frente, dándole una apariencia aún más malévola. Por un momento, Pedrito se distrajo al ver al hombrecillo con cara de demonio, mirándolo fijamente a él. Como si el muñeco tuviera vida propia.

   —¡Mira, Pedrito! —le dijo Papá—, ¿Qué te parece?

   —Es… aterrador —respondió Pedrito sin quitar la mirada del demonio.

   Papá rio encantado.

   —¡Esa es la intención! Los turistas quedarán encantados. Pero dime, ¿qué has dibujado ahora?

   Pedrito sacudió la cabeza y le entregó la hoja de cartón.

   —He dibujado a Pixki, mi amiga. Es una guardiana que me protegerá de todo lo malo.

   Papá tomó el dibujo y lo observó con atención por un tiempo que a Pedrito le pareció eterno. Entonces, algo pasó. Sonrió de un modo muy especial y sin más, comenzaron a derramarse lágrimas, empapando las mejillas morenas.

   —¡Papá! ¿Qué tienes? ¡Papá!

Papá no le respondió, pero las lágrimas se hacían más abundantes y la sonrisa más grande.

   —¿Papá?

   —No te preocupes, hijo —le respondió—, es que el dibujo me ha traído viejos recuerdos. Es todo.

   —¿Podemos hacerlo alebrije, papá? ¿Podemos, verdad que sí?

   Papá se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y asintió.

   —Pero claro. Empezamos hoy mismo.

Y sin más, Papá y Pedrito trabajaron todo el día en la figura a escala de Pixki. Se esmeró en seguir las indicaciones de Pedrito en cuanto a forma, tamaño que debería tener y lo vivo de los colores. En su vida había pensado en crear tan monumental belleza reunida en una sola criatura. ¡Pero qué ideas solían tener los niños mientras dormían!

Pedrito se encargó de juntar los pedazos de cartón y papel que fueran posibles mientras que Papá hacía la mezcla de colores y hacía las florecillas que llevaba el animal en el lomo, como una capa. Probablemente ese era el primer alebrije que hacían juntos. ¿Cuándo había sido la última vez que realmente los dos se esmeraron en hacer el alebrije más bonito e importante de todo su taller? ¡Quién podría saberlo! Lo que sí era real era el hecho de plasmar en una figura real los sueños de Pedrito, como lo había hecho anteriormente con el dragón con patas, el grillo con plumas de pavo real y aquel gato con alas, casi tan bonitas como las del coyote.

Los sueños de Pedrito no eran una coincidencia.

Cuando la figura quedó terminada, Papá y Pedrito se tomaron de la mano para admirar la perfección de Pixki. Podía sentir la mirada sobre ellos, comparando el parecido entre ellos, ignorando el hecho de que el cabello lacio y negro de ambos estaba lleno de pintura y pedazos diminutos de cartón, tan pequeños que a lo lejos parecía diamantina incrustada en sus cabezas.

Como la de las piedras del sendero que llevaba al bosque antes de las montañas. Pedrito miró a su alrededor. Era de noche y ya no había gente en la calle del pueblo. No había nadie y las casas estaban sumidas en un silencio que, cualquier otro día, había sido aterrador mirar. Pero esa noche, no. Pedrito volvió para ver a su padre, pero ya no estaba en el taller. Todas las luces estaban apagadas y corrió por la casita a buscarlo, pero tampoco lo encontró. La única vela del cuarto, junto a los catres, se apagó y entonces el suelo de tierra comenzaba a brillar con millones de puntitos enterrados ahí mismo. De repente, todo el piso se convirtió en el sendero, con cada piedra tan bella como brillante, una más bonita que la otra, tanto, que era imposible no seguir el camino.

Pedrito caminó y caminó hacia el bosque, viendo la forma de las piedras de colores, hasta que sintió que no iba solo. Levantó la cabeza para ver que se había metido sin notarlo a lo más profundo y oscuro del bosque, y que a su lado estaba Pixki, aún más grande y brillante que como la recordaba.

   —Has caminado demasiado, Pedrito —le dijo—. Quizá deberías dejar que te lleve en mi lomo.

   Pedrito negó con la cabeza y continuaron caminando.

   —Cuenta la leyenda, que hace muchos años, en el centro del pueblo, justo donde las estrellas brillan más —inició Pixki—, había una mujer tan bonita que al verla sentías magia en tu interior. Su piel era del color del chocolate y su cabello negro, negro como la noche. Sus ojos eran dos hermosas aceitunas que brillaban de felicidad todo el tiempo. Hubo un día que brillaron más. Fue el día en el que conoció a un joven artista que hacía esculturas de papel y otros materiales, con la piel morena clara y con dos hermosos ojos color miel. La joven y el artista, se enamoraron profundamente y dicen que su amor era tan fuerte, que ni la avaricia de la madre de ella, ni la pobreza inmensa de él, fueron suficientes para separarlos.

   —¿Y qué más pasó? —preguntó el niño.

   —Un día, el artista fue a casa de la muchacha a pedir su mano, pero fue echado de la propiedad y amenazado con acabar con su vida. Dolida con su familia, huyó esa misma noche y se encontró con él en el rincón más solitario del bosque, para advertirle que corría peligro. Entonces, algo insólito pasó.

—¿Qué pasó?

   —Lo único que ocurre cuando dos seres que se aman demasiado. Su amor era tan pero tan fuerte, que ni la naturaleza podía con él. Una jauría de coyotes feroces se aproximaron a ellos, hambrientos, insaciables. El joven, asustado, intentó alejarlos con la vara de un árbol, pero fue inútil. El más grande de ellos, el líder, se abalanzó contra él sin pensarlo hasta que la chica se interpuso, porque prefería ser devorada antes que ver a su amado morir. El artista gritó de desespareción al verla desvanecerse como polvo de estrellas, junto con el coyote salvaje, de modo que los dos se unieron de tal forma que se convirtieron en un solo ser. El coyote era en realidad un guardián, cuya misión era cuidar de su jauría, alimentarla. Cuando la joven se interpuso, sus almas flotaron por encima de las montañas, al descubrir que compartían la misma misión: cuidar de su tesoro más preciado. La mujer y el coyote se fusionaron en uno solo, dejando como apariencia a un coyote de tamaño gigante, cuyo pelaje era tan suave como lo fue su cabello negro, y los colores tan vivos y puros como su alma noble. Se convirtió en la guardiana del bosque, dejando como legado a su amado, un tesoro mucho más valioso que todo el bosque junto.

   —¿Y cuál es ese tesoro? —Pedrito estaba asombrado.

   Pixki le sonrió sin saber cómo decirlo.

   —Un niño. Un recién nacido, producto del más grande amor.

Pedrito detuvo la caminata y se concentró en mirar al enorme animal que caminaba junto a él. Por un momento, pudo ver que tenía los ojos negros más bonitos que había visto en su vida, cuya oscuridad, en vez de miedo, hacía sentir algo muy especial en su corazón. Era el sentimiento más hermoso que podía imaginar, uno tan fuerte que solo podía sentirse una vez en toda su existencia, por una sola persona. La persona más importante para cualquier niño que viera tanta protección y amor en un solo ser.

Una madre.

Porque, aunque tenía muchas preguntas en la cabeza, se limitó a mirarla y a tratar de asimilar cómo fue su apariencia como humana. Entendió porqué Papá nunca le hablaba de ella. ¿Cómo podría un adulto explicarle a su hijo que su mamá, en vez de fallecer, se fusionó con el ser místico de un coyote para protegerlos y velar por su futuro? Tal vez nada era una coincidencia. Las figuras que trabajaba Papá en su taller eran criaturas que vivían en el bosque justo antes de las montañas. Todas y cada una existían de verdad, con un propósito, con una sola misión: perdurar dentro de la magia, en el límite con el mundo de los mortales, habitando una ciudad entre las estrellas.

Entonces, Pedrito bostezó. Pixki se acercó a él y lo acunó con sus alas gigantes, para luego ayudarlo a subir en el lomo.

   —Ya es hora de dormir, Pedrito —le dijo—. No olvides que siempre que quieras, podrás verme.

   —Desearía que Papá también te viera —musitó entre sueños.

Y entonces ya no hubo nada más.

Cuando abrió los ojos, el sol estaba por ocultarse. Pedrito estaba acostado en el viejo catre. Se incorporó de un salto y vio a Papá, sentado junto a él.

   —¡Papá, papá! ¡No lo vas a creer! —le gritó, emocionado— ¡Vi a Mamá! ¡Era ella, Papá!

   —Tuviste fiebre toda la noche, hijo —le señaló, preocupado—. El doctor vino a verte en la mañana y me dijo que te pondrías peor.

—¡Era ella, Papá! ¡Pixki es Mamá!

Papá abrazó a su hijo.

   —Yo lo sé, Pedrito —sollozaba junto con él—. Mamá siempre ha estado con nosotros.

   —¿Por qué nunca me lo contaste, Papá? ¡Ella se fue para protegernos!

   —Ella vendrá pronto —prometió.

   —¿De verdad? —Pedrito parecía tranquilizarse.

   —Sí, hijo. Ella vendrá.

   —¡Quiero a Mamá! ¡Quiero que vuelva a casa!

Pedrito abrazó a su papá con toda la fuerza que pudo y entonces desvió la mirada hacia la ventana que daba a la calle. Un faro color azul iluminaba la calle. Pedrito soltó a su Papá y se incorporó lentamente con su ayuda. Se tomaron de la mano y salieron a caminar.

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Vía Pixabay

Sin saber cómo, las calles de la ciudad se convirtieron en senderos con piedras brillantes. Las recorrieron todas sin soltarse, contemplando los tejados de barro bailarines sobre las casitas, las estrellas girando entre sí como si se tratara de alguna especie de danza con mucha gracia. Cuando llegaron a la plaza, los faros comenzaron a centellear de todos los colores, uno tras otro: azul, verde, rosa, amarillo, naranja… hasta llegar nuevamente al azul. Papá simplemente no podía cerrar la boca. Entonces, el coyote guardián bajó volando sin quitar la mirada del hombre con su hijo. Pedrito miró los faros y comprendió que acababan de concederle un deseo. Llegó a pensar que si acaso tendría oportunidad de pedir uno más, y pensando que quizá Mamá no podía volver a casa con ellos, se tomó la libertad de pedir un tercer deseo, el más importante de todos:

   —Deseo que Papá y yo nos quedemos para siempre con Pixki.

Un jaguar de varios colores se acercó al instante mientras se convertía en polvo de estrellas. Papá soltó la mano de su hijo y sin más, comenzó a elevarse hacia el cielo junto con el animal. Cerró los ojos hasta que comenzó a sentir que bajaba lentamente hacia las piedras. Cuando los abrió, se había convertido en el hombre jaguar más bello, fuerte y colorido de todos.

Pedrito, emocionado, cerró los ojos, pero no ocurrió nada. Tenía la esperanza de que él también se convirtiera en una de esas criaturas que su papá trabajaba a escala, que en realidad eran los guardianes del bosque justo antes de las montañas.

   —¿Qué pasa, Pixki? ¿Por qué yo no soy como ustedes?

   —Porque aún no llega tu oportunidad —le dijo—. Tú tienes una misión más importante antes de venir al bosque con nosotros.

   —¿Pero qué misión? ¡Yo quiero ir con ustedes!

   —Las criaturas necesitan evolucionar para no perder la magia del bosque, hijo —le respondió Papá, ahora convertido en un jaguar—. Tu tarea es hacerlos crecer, y fabricar tantos seres místicos con vivos colores, hojas y plumas para que el polvo de estrellas perdure en la ciudad toda la eternidad. Tú eres el verdadero guardián del bosque.

   —Tú eres Pixki, Pedrito —le dijo ella.

   —¿Yo?

   —Sigue tus sueños, Pedrito. Ellos te darán la respuesta cuando menos lo esperes. Y nosotros estaremos aquí, junto a la Talavera. Te estaremos esperando.

Antes de que pudiera responder, una ráfaga de aire lo arrastró hacia atrás. Ni los gritos, ni el miedo fue suficiente para evitar que la corriente de aire lo regresara al viejo catre.

   —¡Papá!

   Era de día y el sol brillaba mucho más que otros días. Se levantó como pudo y recorrió la casita pero no lo encontró. Cuando entró al taller, encontró una nota que él le había dejado:

La magia está en ti. Pixki.

Pero Pedrito ya no sentía miedo. Estrechó el papel con polvo de estrellas en su paso y entendió la misión. Se puso a trabajar durante el día, mejorando las figuras de papel maché que Papá le heredó. Y por las noches, salía a caminar hacia el bosque mientras platicaba con los guardianes sobre la cantidad de alebrijes que se vendían.

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Vía Pixabay

Poco a poco fue descubriendo que las criaturas de su invención, llegaban la bosque el mismo día que él las fabricaba por primera vez y que tenía que fabricar más durante toda su existencia para impedir su extinción en el mundo místico hasta el final de sus días, donde seguramente Pixki y Oselotl, el jaguar, lo esperarían con polvo de estrellas para unirse por fin a la ciudad en las estrellas.

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