Mis textos

Copo de cristal

Cuando viajo, me gusta sentarme junto a la ventana y contemplar el camino. Recuerdo que de niña solía ir de vacaciones a casa de mi padre. Él vivía en un lugar tan lejano, que solo podía saber que cuando atravesáramos esos enormes pilares grises que formaban parte de la carretera, significaba que estábamos por llegar.

Y ahí, yo comenzaba a respirar con tranquilidad, porque estar en casa de mi padre era lo mismo que estar bien. Como si de alguna manera, cualquier cosa se pudiera solucionar. No pude evitar derramar algunas lágrimas. El autobús tiene que ir un poco más despacio porque la lluvia parece convertirse en un obstáculo para llegar a mi destino. Una parte de mí pensó que quizá eso sería una buena idea… porque en realidad no quiero llegar. Pero debo hacerlo.

Esto es lo que más odio de ser adulta. Esa obligación de ir a lugares simplemente porque todo el mundo espera que lo hagas. Porque si no voy al funeral de mi padre, seré una mala hija.

Pero, ¿él acaso no fue un mal padre por ignorarme hasta su lecho de muerte?

Entonces sentí que alguien se sentó en el asiento contiguo al mío y no pude evitar removerme, incómoda. Se terminó mi privacidad.

Se trataba de una mujer de edad avanzada, quizá tendría 90 años. Se veía muy cansada. Su cabello blanco y largo estaba amarrado en una trenza perfecta. Usaba una falda negra larga, calcetas grises, un suéter del mismo color y una blusa negra. En su cuello marchito, pude ver que usaba una cadenita de plata formada con bolitas. El dije del collar permanecía oculto bajo su ropa.

  —¿A dónde vas? —me preguntó al cabo de un rato.

   —A casa de mi padre.

   —Vive lejos.

   —Sí.

   —No pareces contenta de ir allá.

   —Porque no lo estoy.

   —Entonces baja ahora y vuelve a casa.

   —No puedo.

   —¿Por qué?

Expulsé aire con impaciencia.

   —Qué pena con usted, señora, pero no le concierne.

Se encogió de hombros y me sorprendió ver tanta tranquilidad. Casi sentí envidia.

   —¿Sabes algo, niña? Hay un punto en la vida donde a una le importa todo lo que ocurra alrededor. Es como si, de alguna manera, quisieras no perderte nada. En mi caso, eso se debe a que perdí muchos años de mi vida preocupándome por todo excepto por mí. Y ahora me doy cuenta que ya es tarde.

   —¿Y por qué me dice eso?

   —Porque te vi observando el camino desde que te subiste al camión. Girabas tu cabeza en lugares específicos y quizá se necesita ser una anciana para saber que miras demasiado porque te gusta recordar. Y puedo apostar a que eran cosas buenas.

No respondí.

   —Tu padre —preguntó al cabo de un rato—, ¿cómo se llamaba?

Negué con la cabeza y presioné los labios, como si de alguna manera eso me impidera llorar.

   —No tenías una buena relación con él.

   —¿Usted cómo sabe eso?

   —Porque me dirías su nombre si no fuera así. No quieres hablar de él.

   —Qué rápido lo dedujo.

   —Deberías hacerlo. ¿Sabes que la gente se enferma cuando no dicen lo que tienen en la lengua?

   —¿Quiere dejarme en paz?

La muy infame sonrió, pero se limitó a guardar silencio. Sentí una brevísima eternidad de paz y cerré los ojos para quedarme dormida. Cuando abrí los ojos, la anciana seguía a mi lado. Para mi sorpresa, no estaba dormida. Sus ojos cafés estaban lechosos, muy abiertos pero enfocados en todos lados. Estaba pensando.

   —Cuando era niña, me regaló un copo de nieve de cristal. Me gustaba que cada lado tallado apuntaba a un lugar diferente y se reflejaba la luz. Disfrutaba verlo contra el Sol porque se pintaba de verde y amarillo, pero me gustaba más verlo en una superficie fría porque se volvía azul y morado.

  —¿Y en dónde está ese copo de nieve?

Instintivamente, me llevé la mano al cuello y ella siguió con la mirada. El collar estaba oculto debajo de mi ropa.

   —¿Qué es lo que piensas cuando ves ese copo?

   —Que todo va a estar bien. Y que es el collar más hermoso que he visto en mi vida.

   —¿Y por qué crees que él te lo regaló?

   —Imagino que lo vio por ahí y me lo compró. Nunca quiso decirme en dónde.

La mujer negó con la cabeza con tanta seguridad que me aturdió.

   —No. Yo creo que te lo regaló porque tú eres como un copo de nieve. Eres única. Ningún copo es igual, recuerda eso. Él te amó a su modo y lamento que las cosas no terminaran bien. Pero piensa que en ese collar lo llevas a él y te llevas a ti también. Ese collar es tuyo y tú eres de ese collar.

Asentí lentamente.

   —Señora, ¿usted cómo puede saber esas cosas?

   —La vida da tantas vueltas, niña, y en cualquier momento ocurren cosas asombrosas. Solo tienes que mirar fijamente el copo, y lo sabrás.

La mujer se levantó de su asiento y tomó el único bolso que llevaba. Caminó lentamente hacia la puerta del autobús.

   —Díselo —me dijo antes de bajar—. Lo que sientes. Él no te oye aquí, pero en cualquier lugar sí. Todo es posible.

La mujer bajó del autobús y yo me asomé por la ventana para despedirme de ella, pero no había nadie atrás del camión. Fruncí el ceño y me invadió un escalofrío. ¿Una mujer anciana podía caminar tan rápido?

Entonces, a lo lejos vi los pilares de concreto. Saqué el dije de mi blusa y miré fijamente el copo de cristal, ahora pintado de azul y morado. Lo guardé rápidamente cuando sentí que otra persona se sentaba a mi lado. Giré la cabeza para ver a mi nuevo vecino, pero me quedé petrificada.

No era una persona adulta.

Era una niña menor de 10 años.

Tenía un collar de plata con bolitas oculto debajo de su suéter rosa.

Cuando miré sus ojos cafés, me sonrió.

   —Ya casi llegamos, ¿verdad?

Y lloré.

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